Desde niña me ha gustado el mar. Su grandeza, su paz, su bravura, su sonido. Puede ser rudo y calmado. Puedo ver su inicio, pero jamás su fin. Frente al mar me siento pequeña pero a la vez puedo reconocer la grandeza del Dios que lo hizo. Caigo en cuenta: Dios lo hizo para mí.
Siempre he querido que cada una de mis hijas conozca el mar conmigo. Hace unos 4 años, llevé a mi hija más pequeña a contemplar el mar. Tenía preparado un pequeño discurso y la lección que le daría aquel día. Caminamos de la mano y de repente en el horizonte empezó a aparecer ante nuestros ojos el inmenso mar. Sus pequeños ojos se abrieron y me dijo: ¡No me digás que esto lo hizo Jesús! Solo pude reírme… ¡Mami!, me dijo; ¡Dios sí puede hacerlo todo! ¡Dios es gigante¡ Exactamente! Respondí. La lección me la había dado ella. En su manera de ver y oír a Dios, tan sencilla y natural. Mi pequeña tenía ya la base para comprender más adelante, la omnipotencia de Dios.
El mismo Dios que hizo ese mar, me hizo a mí. Es el mismo Dios de milagros del que siempre hablamos. Ante la grandeza de Dios toda situación se vuelve tan pequeña. Ese es el secreto cuando las circunstancias nos agobian, la tristeza es un gigante, los conflictos no se resuelven. Concéntrate en la grandeza de Dios. El Dios al que le estás haciendo la petición; Aquél al que le expones tu causa. El mismo Dios que le pone límite a las olas del mar, ¿no le pondrá límite a tu dolor? Él es quien está en control de toda circunstancia y nunca deja a nadie a la deriva. ¡Sí! ¡Dios es gigante! Más grande que cualquier dolor o herida. Más grande que cualquier carencia o vacío. Más grande que cualquier circunstancia.
Tuya es, oh Señor, la grandeza y el poder, la gloria, la victoria y la majestad; en verdad, todo lo que hay en los cielos y en la tierra; tuyo es el dominio, oh Señor y tú te exaltas como soberano sobre todo. 1 Crónicas 29:11